La Educación de nuestros hijos.-El autoconocimiento como
punto de partida
“En ocasiones, experiencias del
pasado o de nuestra propia infancia y adolescencia, se hacen presentes en el momento
de educar y guiar a los hijos”
El primer elemento
propuesto para el aprendizaje de la inteligencia emocional es el autoconocimiento o la
conciencia de uno mismo.
Tomar conciencia de los
propios deseos y motivaciones, los modos de reaccionar ante las situaciones diversas
de la vida familiar, los valores que tenemos como padre, madre o núcleo
familiar, también, los sentimientos que invaden el día a día, los momentos
felices y aquellos de conflicto y preocupación.
El conocimiento de las
debilidades, de los puntos flacos así como de los recursos y fortalezas, lejos
de hacer frágil la figura del padre o la madre, le proporciona una capacidad mucho
mayor de ser dueño de sus impulsos, especialmente en situaciones de gran
tensión emocional.
En ocasiones,
experiencias del pasado o de nuestra propia infancia y adolescencia, se hacen
presentes en el momento de educar y guiar a los hijos al provocar en nosotros
el recuerdo de hechos que creíamos olvidados.
Tomar conciencia de la
influencia de estos hechos, sentimientos en definitiva, resulta clave para
lograr encauzarlos adecuadamente durante su proceso madurativo.
De lo contrario, no es
extraño que, incluso de manera inconsciente, desarrollemos patrones educativos que
se contradicen con lo que hubiéramos deseado transmitir, repitiendo estilos que
detestábamos cuando éramos niños, o manifestando reacciones desproporcionadas y
poco oportunas en el contexto y las necesidades de nuestros hijos.
Diversos autores han señalado
la importancia de conocerse a uno mismo como elemento clave para poder dar lo
mejor y más adecuado en la relación con los demás.
Por otra parte, este
conocimiento, ha de ser enriquecido con lo que nos aporta el contacto con otras
personas.
No somos únicamente
aquello que vemos en nosotros mismos, sino también aquello que de manera más o
menos consciente, transmitimos a las personas que nos rodean, tanto a los
amigos o la familia como a las personas menos cercanas como los compañeros de
trabajo, vecinos, conocidos, etc.
Con frecuencia negamos
la aportación o feed-back que hacen los demás de nosotros, si no se trata de
una referencia con la que nos veamos identificados o cómodos. La tendencia a
echar “balones fuera” rechazando la parte de nosotros que mostramos al mundo, incluso
sin quererlo, puede empobrecer enormemente el conocimiento de uno mismo.
Veamos un ejemplo:
Julia, una madre
de dos niños de tres y cinco años se encolerizaba casi a diario con el mayor de
ellos, insistiéndole en la importancia de mantener el orden en los juguetes y
la ropa dentro de su habitación.
Pese a cierta dosis de razón en
sus argumentos, el modo en que manifestaba su enfado parecía desproporcionado y
muchas veces terminaba repercutiendo en el pequeño de los hermanos, quien se
esforzaba por acertar en la expectativa que su madre mostraba hacia ellos.
No fue hasta que el padre de
los niños, su esposo, habló de su impresión de estar depositando excesiva
responsabilidad en niños tan pequeños, cuando Julia pudo constatar la tensión
ejercida sobre sus hijos, fruto también en buena medida de la carga de trabajo
que experimentaba en las últimas semanas tras haberse reincorporado a su puesto
de trabajo fuera de casa.
Casos como el de Julia nos suenan
seguramente a todos, sin embargo, no siempre nos mostramos tan abiertos a la
valoración externa por parte de los demás, ni tan siquiera de las personas con
las que convivimos, rechazando cualquier apunte que nos pueda hacer sentir o
reconocer que no lo sabemos todo.
Un poco de prudencia y escucha es
necesario para este aprendizaje continuo de ser padres, así como dejarse decir
y cuestionar por nuestra pareja y esas personas de confianza que pueden
ayudarnos a sacar lo mejor de nosotros, para regalárselo a nuestros hijos.
Muchas veces escuchamos afirmaciones
como yo me conozco muy bien, yo no
me sorprendo de nada, ya se de qué pie cojeo… sin embargo no siempre son reflejo de
una persona que verdaderamente se conoce a sí misma.
No sólo los niños, los adultos
también continuamos creciendo y evolucionando con el paso de los años y
especialmente con la vivencia de acontecimientos más o menos significativos que
nos suceden como la opción de vivir en pareja, tener un hijo, el duelo por la
muerte de un ser querido, cambios laborales, de residencia, etc.
Estas situaciones que nos afectan y
promueven un cierto cambio en la perspectiva de la vida, la recolocación de
valores, la redefinición de metas… constituyen crisis de mayor o menor
intensidad, que van a afectar a la persona que las padece, provocándole el
cambio y la maduración.
Por este motivo, el autoconocimiento
no constituye un elemento que se agota para alcanzar uno nuevo, no es un reto
que se conquista y supera, representa más bien una actitud de apertura hacia la
experiencia de la vida en uno mismo, el modo en que cambiamos y tomamos
conciencia de esos cambios para poder sacar de ellos
el partido máximo.
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