sábado, 7 de septiembre de 2013

LA EDUCACION DE NUESTROS HIJOS: NUESTRAS EXPERIENCIAS PASADAS



La Educación de nuestros hijos.-El autoconocimiento como punto de partida
“En ocasiones, experiencias del pasado o de nuestra propia infancia y adolescencia, se hacen presentes en el momento de educar y guiar a los hijos”



El primer elemento propuesto para el aprendizaje de la inteligencia emocional es el autoconocimiento o la conciencia de uno mismo.

Tomar conciencia de los propios deseos y motivaciones, los modos de reaccionar ante las situaciones diversas de la vida familiar, los valores que tenemos como padre, madre o núcleo familiar, también, los sentimientos que invaden el día a día, los momentos felices y aquellos de conflicto y preocupación.

El conocimiento de las debilidades, de los puntos flacos así como de los recursos y fortalezas, lejos de hacer frágil la figura del padre o la madre, le proporciona una capacidad mucho mayor de ser dueño de sus impulsos, especialmente en situaciones de gran tensión emocional. 


 En ocasiones, experiencias del pasado o de nuestra propia infancia y adolescencia, se hacen presentes en el momento de educar y guiar a los hijos al provocar en nosotros el recuerdo de hechos que creíamos olvidados.

Tomar conciencia de la influencia de estos hechos, sentimientos en definitiva, resulta clave para lograr encauzarlos adecuadamente durante su proceso madurativo.

De lo contrario, no es extraño que, incluso de manera inconsciente, desarrollemos patrones educativos que se contradicen con lo que hubiéramos deseado transmitir, repitiendo estilos que detestábamos cuando éramos niños, o manifestando reacciones desproporcionadas y poco oportunas en el contexto y las necesidades de nuestros hijos.

Diversos autores han señalado la importancia de conocerse a uno mismo como elemento clave para poder dar lo mejor y más adecuado en la relación con los demás.

Por otra parte, este conocimiento, ha de ser enriquecido con lo que nos aporta el contacto con otras personas.


No somos únicamente aquello que vemos en nosotros mismos, sino también aquello que de manera más o menos consciente, transmitimos a las personas que nos rodean, tanto a los amigos o la familia como a las personas menos cercanas como los compañeros de trabajo, vecinos, conocidos, etc.

Con frecuencia negamos la aportación o feed-back que hacen los demás de nosotros, si no se trata de una referencia con la que nos veamos identificados o cómodos. La tendencia a echar “balones fuera” rechazando la parte de nosotros que mostramos al mundo, incluso sin quererlo, puede empobrecer enormemente el conocimiento de uno mismo.

Veamos un ejemplo:
Julia, una madre de dos niños de tres y cinco años se encolerizaba casi a diario con el mayor de ellos, insistiéndole en la importancia de mantener el orden en los juguetes y la ropa dentro de su habitación.
Pese a cierta dosis de razón en sus argumentos, el modo en que manifestaba su enfado parecía desproporcionado y muchas veces terminaba repercutiendo en el pequeño de los hermanos, quien se esforzaba por acertar en la expectativa que su madre mostraba hacia ellos.


No fue hasta que el padre de los niños, su esposo, habló de su impresión de estar depositando excesiva responsabilidad en niños tan pequeños, cuando Julia pudo constatar la tensión ejercida sobre sus hijos, fruto también en buena medida de la carga de trabajo que experimentaba en las últimas semanas tras haberse reincorporado a su puesto de trabajo fuera de casa.

Casos como el de Julia nos suenan seguramente a todos, sin embargo, no siempre nos mostramos tan abiertos a la valoración externa por parte de los demás, ni tan siquiera de las personas con las que convivimos, rechazando cualquier apunte que nos pueda hacer sentir o reconocer que no lo sabemos todo.



Un poco de prudencia y escucha es necesario para este aprendizaje continuo de ser padres, así como dejarse decir y cuestionar por nuestra pareja y esas personas de confianza que pueden ayudarnos a sacar lo mejor de nosotros, para regalárselo a nuestros hijos.

Muchas veces escuchamos afirmaciones como yo me conozco muy bien, yo no me sorprendo de nada, ya se de qué pie cojeo… sin embargo no siempre son reflejo de una persona que verdaderamente se conoce a sí misma.

No sólo los niños, los adultos también continuamos creciendo y evolucionando con el paso de los años y especialmente con la vivencia de acontecimientos más o menos significativos que nos suceden como la opción de vivir en pareja, tener un hijo, el duelo por la muerte de un ser querido, cambios laborales, de residencia, etc.

Estas situaciones que nos afectan y promueven un cierto cambio en la perspectiva de la vida, la recolocación de valores, la redefinición de metas… constituyen crisis de mayor o menor intensidad, que van a afectar a la persona que las padece, provocándole el cambio y la maduración.


 Por este motivo, el autoconocimiento no constituye un elemento que se agota para alcanzar uno nuevo, no es un reto que se conquista y supera, representa más bien una actitud de apertura hacia la experiencia de la vida en uno mismo, el modo en que cambiamos y tomamos conciencia de esos cambios para poder sacar de ellos el partido máximo.